Revelación
Os juro que una noche
soñé con Alejandra Pizzarnik,
que con su voz penetrante
me habló de su silencio y de su jaula.
Fue en un enorme jardín a plena
luz del día.
Ella vestía de gris,
yo acepté su consejo
como llave que me abriera
las puertas invisibles de lo desconocido.
Otro día, ya soñando despierto,
Se me apareció Horacio,
me recomendó que desconfiase del mañana,
y Shakespeare vino a enseñarme
donde están la grandeza y los instintos subterráneos,
y cómo siendo estos opuestos son iguales.
Hablé con Blas de Otero
sobre un dios que no existe
y abraza a los escépticos,
bailé con Maya Angelou,
conversamos sobre la discriminación
y el espíritu del tiempo en que vivimos.
No me olvido de Epicuro,
ni de la temporada en el infierno
que pasé con Rimbaud.
Me acuerdo de Walt Whitman
cada vez que limpio la suela de un zapato,
y con Margaret Atwood
discuto sobre la corta distancia entre la guerra y el amor.
Y, sin embargo, sé bien que lo fugaz
es requisito de lo eterno,
que es difícil saber
cuándo se empieza a perder lo que nunca se tuvo.
Una noche Alejandra
me habló de soledad y de silencio,
y desde entonces no he vuelto a ser el mismo.