sábado, 1 de septiembre de 2018




LAS SILLAS VOLADORAS

Cambios de dirección y movimiento, ciclos que se repiten, paradojas que aumentan la adrenalina. Los niños y no tan niños se agarran a las cadenas de hierro, las que les hacen sentir libres a pesar del incontrolado vaivén. El atrapamiento no les impide estar en el aire, en un juego de planos inclinados, siempre en posiciones sucesivas desde las que poder observarlo todo. Quienes parecen títeres se miran regalándose sonrisas; solo así pueden ejercer el control que tanto desean. No importa dónde vayan. Protegidos por una bóveda de emociones, disfrutan sin llegar a tocarse, a través de la cuerda mágica de la empatía.

Saben que, al fin y al cabo, todo es un juego. Nuevas caras aparecerán entre la multitud, entregarán su ficha, tomarán el relevo y disfrutarán por unos minutos en la batidora que les permitirá depurar aquello que no quieren. Se quedarán con la activación residual, con el metabolismo emocional que tendrán que interpretar. Cerebro de detective, corazón de artista: se dan la mano como dos viejos enemigos íntimos que se necesitan.

Período y frecuencia, lineal y angular, empiezan a sonar como conceptos familiares. Ya no son aquellas palabras oscuras del libro de física. Tras participar en una simulación, los visitantes vuelven a disfrutar de la realidad. No necesitarán ya más máquinas que su voluntad para volar.

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