sábado, 11 de julio de 2020

La niña vaporosa (cuento)




Alba nació el 29 de junio, en el día de San Pedro, patrón de los marineros y pescadores, siendo aparentemente normal, pero cuando llegó a la pubertad empezó a coger frío por las noches y a acumular, sin explicación racional aparente, gotas de rocío en cada centímetro de su pequeño cuerpo. Al recibir los rayos luminosos de la atmósfera, aquellas rodaban por sus mejillas y su cintura hasta caer en el suelo. Sus padres consultaron a varios doctores, que fueron incapaces de diagnosticar su dolencia, por no hablar de hallar un posible tratamiento. Su cara estaba siempre húmeda; sus brazos y piernas se quedaban adheridos a la ropa, debido al exceso de aquel enigmático vapor incoloro e insaboro que se condensaba en forma líquida y no paraba de acumularse en ella. Sin importar la ropa que eligiera, siempre contaba con toallas de tela de bambú con las que se secaba, pues el goteo no se limitaba al crepúsculo matutino, formando secreciones durante todo el día.

Semejante fenómeno ocurría porque no conseguía deshacerse de la gelidez que sentía en su interior. Aunque nadie sabía por qué, parecía como si su corazón y su mente fueran máquinas de generar rocío, que a veces tragaba sin querer.

En su último año en el colegio necesitó un maestro de apoyo a quien dictarle las tareas, ya que su peculiar característica le impedía escribir sin mojar el papel. Pronto la piel empezó a arrugársele y, desgraciadamente, sus compañeros se burlaban de ella. Alba no se sentía bien, pero se hizo amiga de los escarabajos verdes y de algunas plantas, con quienes se imaginaba conversando, aunque supiera que esto no ocurría de verdad, mientras que para sus adentros se decía que había insectos que la odiaban, ya que el rocío que emanaba de ella les impedía volar.

Las gotas atravesaban su epidermis y, cuando emitía sudor, eran indistinguibles de este. El efecto que le producían era un hormigueo, con pequeños pinchazos que no podía clasificar como dolor intenso. “¿Qué será esto? ¿Estaré enferma? Seguro que es grave”, pensaba Alba.

Todo el pueblo estaba haciendo conjeturas sobre la niña; los vecinos se asustaban de ella con frecuencia, pese a que sus únicas excentricidades consistían en llevar la ropa empapada, independientemente del tiempo que hiciera, así como mostrar la piel como si fuese algo mayor, si bien con una sonrisa y una frescura en la mirada que nada ni nadie parecía arrebatarle. Una mañana, mientras iba caminando por el frondoso bosque para comenzar sus clases, se cruzó con un hombre que decía ser alquimista, que había oído hablar de ella y se empeñó en encontrar en la muchacha un don.

El cielo estaba anaranjado y la refracción de la luz provocaba más rocío en el cuerpo y el alma de Alba, en los que vivía instalado el presagio de que su corazón se haría líquido y se derretiría.

El alquimista se interesó por el material que tenía frente a él, ya que afirmaba ser capaz de transformarlo en medicina para curar a los enfermos y en obtener energía procedente de un espíritu celestial.

—No entiendo a lo que se refiere—replicó Alba, confundida.

—Tú deberías llamarte Rocío—aclaró el hombre, arqueando una de sus pobladas cejas— lo que se acumula en ti es energía divina.

—Entonces, ¿por qué todo el mundo me repudia?

—No tienen ni idea; están acostumbrados a pensar que solo las plantas pueden recibir este material. Por favor, deposita todo lo que produzcas en un frasco y reúnete conmigo todos los días; yo realizaré las operaciones para conseguir que revierta positivamente en aquellos que más lo necesitan.

—Y yo, ¿me curaré?—fue su respuesta, deseosa de haber encontrado en aquel viandante una tabla de salvación.

—Tú no estás enferma. Lo que eres capaz de hacer es crear buena sintonía con quien se anime a conocerte bien, pero solo funcionará si deciden darte una oportunidad y mirar más allá de las apariencias.


—¿Y por qué se arruga mi piel?

—Estás sufriendo un gran desgaste emocional, y no es fácil ser portadora del líquido elemental.

A Alba le pareció una historia tan extraña como su dolencia, o lo que fuera aquella condición que la aquejaba, en medio de un mundo donde todo lo demás estaba alejado de la magia y la fantasía.

Cuando llegó a casa, Alba contó a sus padres lo sucedido, con una mezcla de recelo y entusiasmo. Ellos le recomendaron que no hablara con extraños, advertencia que la chica prometió seguir. Por curiosidad, sin embargo, fue rellenando a escondidas una botella de plástico con las gotas que se generaban en ella hasta que el envase no pudo contener más.

La mañana siguiente, como había acordado, encontró al que decía ser alquimista y le dio lo que había reunido. A pesar de no creer mucho en su palabra, se ilusionó al pensar que quizá podría dar salida al incómodo gas condensado que su ser producía, y de esta manera evitar males mayores para su integridad psicológica.

—Quedaremos dentro de siete días. Tengo que ir a hacer un estudio con este material, transformarlo y dárselo a probar a una muestra de personas-fueron las palabras del supuesto alquimista.

Pasó una semana, se reunieron de nuevo y el hombre le transmitió malas noticias: pese a sus intentos de depurarlo y a la higiene que había mantenido la chica, el líquido probablemente se había mezclado con bacterias que se hallaban en el fondo de la botella, intoxicando a varias de las personas que lo probaron, que quedaron con dolor de cabeza y escalofríos durante varios días. La muestra estuvo formada por adultos con enfermedades crónicas, como asma, artritis, cáncer o apnea de sueño, buscando casos que no constituyesen los más graves para comprobar su efectividad.

Las secuelas eran pasajeras, pero molestas; aun así, quedaron en utilizar un nuevo tipo de recipiente, con vidrio, pero los resultados fueron similares. Para entonces ya se estaba corriendo la voz de que un señor que decía tener poderes estaba intoxicando a la población, afirmando haber obtenido un líquido mágico de una joven que producía rocío sagrado, una historia difícil de creer pero a la que se aferraban los enfermos, hartos de visitar a diferentes médicos y curanderos sin obtener resultado.

Y así, al malestar inicial, Alba tuvo que sumar un temor aún mayor a ser reconocida. Le encantaba la lluvia, porque hacía disiparse ese maldito líquido que no había solicitado a nadie, pero que estaba congelando todos sus sentimientos dentro de ella.

Aunque daba y recibía afecto de sus padres, pensaba que era culpable de su preocupación y sus noches sin dormir; el relato que se narraba a sí misma consistía en que quizá ella fuera la culpable de que la alegría de sus padres, aún de mediana de edad, se hubiese evaporado por la acción del desconocido virus del que ella se veía como portadora.

Los pinchazos siguieron y su piel se había arrugado un poco más, objetivamente no demasiado, pero lo suficiente como para seguir provocando la misma reacción en aquellos desalmados compañeros de colegio, cuya aparente normalidad velaba las más oscuras perversiones. Ningún profesor, pese a sermonear a aquellos que llevaban a cabo los comportamientos más irrespetuosos, había sido capaz de poner orden en el asunto.

Pronto terminó para ella ese período y pasó, con buenas calificaciones pese a todo, a un instituto de la zona; aguardaba la presentación con impaciencia e incertidumbre, unos sentimientos que había contagiado a sus padres, y que de manera agridulce se mezclaban con la esperanza de poder encontrar a alguien con quien compartir todo su afecto y sus buenas intenciones. Con frecuencia, sin embargo, mostraba un nivel de irritabilidad que producía conflictos con ellos. Tenían que entender los cambios en su estado de ánimo, su falta de energía, su dificultad para dormir que ellos también adoptaban, habiendo llegado a un círculo vicioso, a conformar un ecosistema mentalmente poco saludable, en palabras del padre.

Debido a las circunstancias, comenzó a ganar algo de peso, acumulando grasa en las caderas, ya que comía demasiado para una chica acostumbrada a raciones más moderadas.



Finalmente, llegó el ansiado día y comenzaron las clases. Sus arrugas la hacían ya parecer una mujer de más de cuarenta años, y sin embargo no le quedó otro remedio que acudir a este lugar, ya que la escuela de adultos más cercana, que se encontraba a seis kilómetros, no permitió su matriculación al no cumplir los requisitos de edad.

La realidad, una vez más, resultaba engañosa, aunque la fuerza de esta máxima no tenía nada que hacer con la de la comparación social, una energía mucho más potente, pero que solo producía estancamiento.

Como era de esperar, se formó un corro a su alrededor. Despertó risas y miradas de incredulidad entre los estudiantes, algo que solo la sirena o la intervención de algún profesor pudieron detener. “¿Qué pasa, que te has meado?”, decían algunos al ver las gotas de rocío que quedaban en su pantalón. Tan solo una chica, irónicamente llamada Rocío, se sentaba con ella en clase y la acompañaba en los recreos al porche, donde hablaban de literatura, deporte o ropa, donde reían y huían de las garras de los prejuicios y la intolerancia, tan difíciles de erradicar.

En esta nueva institución también necesitó un maestro que la ayudara cuando la tarea requería escribir, papel que desempeñaban sus padres si se trataba de los deberes. La incapacidad de poner negro sobre blanco siendo tan apasionada de la literatura, en ausencia de una discapacidad visual, motora, auditiva o intelectual, le producía un sentimiento de frustración y culpabilidad, ya que le habría encantado poder expresarse sobre el papel sin tener que comprometer el tiempo de los demás.

Cada mañana, antes de salir el sol, Alba se preparaba para emprender de nuevo el camino. Según pasaban los días, su secreción de rocío se fue disipando, como la tersura de su piel lo había hecho anteriormente. Aunque nunca se recuperó de su aparente vejez prematura, las molestias cesaron. Su cariño, compartido solo con unos pocos contactos que fue haciendo a lo largo de su vida, se quedó en algo mucho más pequeño y humilde de lo que había previsto el alquimista, por no mencionar su ausente capacidad de curación.

Lo que sí se produjo en ella fue un verdadero milagro: su recuperación de la capacidad de escribir. A petición de la profesora de literatura, comenzó entonces a crear historias, y cuando terminó Bachillerato decidió prepararse para ser bibliotecaria, lo que le permitió reencontrarse con su humanidad.

Jorge Sánchez López

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